La profunda crisis humanitaria que atraviesa el país, marcada por la caída del ingreso, una inflación galopante y el colapso de los servicios públicos, está cobrando su precio más alto en el grupo más vulnerable de la sociedad: nuestros niños. La cruda realidad es que la pobreza multidimensional y de ingreso se ha disparado, alcanzando el 56,5% y 73% respectivamente en 2024, según datos de ENCOVI. Esta situación no solo niega a la mayoría de la población el derecho a una vida digna, sino que pone en jaque la seguridad alimentaria y la salud de miles de familias. Aun cuando los hogares destinan más del 50% de sus ingresos a la compra de alimentos y se ven obligados a liquidar sus pocos bienes, la inseguridad alimentaria se profundiza, especialmente en zonas rurales, periurbanas y comunidades de minorías étnicas. Esta desigualdad en la distribución de la crisis humanitaria subraya una falla crítica en la respuesta, ya que la ayuda prioriza ciertas zonas, dejando desatendidas a comunidades donde el hambre y la desnutrición cobran su mayor factura. El daño silencioso y la triple carga de la malnutrición. La falta de información pública y transparente sobre el impacto de la crisis en la salud de los más débiles genera una profunda desconfianza. Sin embargo, las alarmas se encienden en los hogares: una simple fiebre se convierte en una tragedia porque no hay cómo costear los medicamentos. Esta realidad es solo un reflejo de un problema mucho más grave: la desnutrición infantil. se manifiesta de forma aguda en la pérdida de peso y el retardo en el crecimiento. Pero el daño va más allá. Muchos niños enfrentan una doble carga nutricional: tras haber sufrido desnutrición que produjo un acortamiento de la talla para su edad presentan sobrepeso, lo que los predispone a enfermedades crónicas en el futuro. A esta situación se suma la triple carga, un escenario desolador en el que la deficiencia de nutrientes esenciales como el hierro, el zinc y las vitaminas agrava aún más su estado de salud. Este coctel de factores coloca a las familias en una encrucijada sin salida, sin la capacidad de compensar las carencias que marcan el destino de sus hijos. El daño se concentra precisamente en los más pobres, los más excluidos, con un impacto en el cerebro y en el futuro de nuestros niños. Las consecuencias de esta crisis nutricional son dañinos para el desarrollo cognitivo y el aprendizaje. La nutrición es el combustible del cerebro, y su ausencia produce daños neuronales y una reducción del tamaño cerebral. Se observa una disminución de las funciones ejecutivas, afectando la atención, la concentración y la memoria de trabajo, lo que dificulta seguir instrucciones o resolver problemas matemáticos. Este deterioro se traduce en bajo rendimiento académico y abandono escolar, perpetuando el ciclo de pobreza. Además de las secuelas académicas, la desnutrición deja una marca profunda en el bienestar psicológico de los niños, manifestándose en apatía, irritabilidad y una menor interacción social. Pero hay poca información sobre el desarrollo funcional de los niños pequeños en el país, ello constituye un área de urgente atención. El desarrollo integral es imposible sin una alimentación adecuada. Es un deber colectivo preguntarnos: ¿cuántos de estos casos de abandono escolar y bajo rendimiento son consecuencia directa de la malnutrición ?. Un llamado a la esperanza- el compromiso debe ser inquebrantable: debemos asegurar que los niños puedan jugar, sonreír y crecer sin temor.
Maritza Landaeta-Jiménez
Editora de Anales Venezolanos de Nutrición