Conferencia

Longevidad, nutrición, amor y todo eso

Longevity, nutrition, love and all that

José María Bengoa 1


  1. Ex-Jefe de nutrición de la Organización Mundial de la Salud ( 1955-1975).

Solicitar copia a: José María Bengoa. fundacionbengoa@cantv.net.

Hace más de 25 años pronuncié en Valencia (Venezuela) una Conferencia sobre la Nutrición y el amor. Fue muy bien acogida y mis amigos me han pedido que la repita. Solo he introducido algunos párrafos adicionales.

Dos de nuestros objetivos vitales entre otros son:

  1. Defendernos ante la muerte, la enfermedad y el deterioro de los años. Es decir, defendernos de las agresiones que lesionan nuestra salud, sin la cual no es posible alcanzar los siguientes objetivos.
  2. Alcanzar la belleza y el amor como signos positivos de la vida.No conformarnos con la ausencia de enfermedad, sino promover un estado físico armónico y positivo.

El primer objetivo de nuestra vida es obviamente defendernos de las agresiones del medio ambiente. En una de esas deliciosas disquisiciones científicas a las que nos tiene acostumbrados el Dr. Germán Camejo, nos decía que el hombre era una de las pocas especies animales – tal vez la única- que no se muere inmediatamente después de haber cumplido la etapa de preservación de la especie, es decir, después de su etapa productiva. Estamos yendo, decía Camejo, más allá de lo que nos programó la evolución. La especie humana ha hecho un esfuerzo continuo para ir más allá de la etapa reproductiva y lo ha hecho con enorme éxito, en el siglo XX. Antes no, durante toda nuestra historia pasada, la expectativa de vida no pasaba de 30 ó 35 años, justo la etapa reproductiva. El siglo XX ha prolongado la vida hasta 80 y 85 años. La mujer, algo más. Pero por vivir más que lo que la conservación de la especie exigía, estamos padeciendo enfermedades llamadas degenerativas que tanta relación guardan con nuestros hábitos alimentarios.

Vernon Coleman, en su libro reciente “El escándalo de la salud”, nos dice que para el año 2020 una tercera parte de la población en el mundo desarrollado superará los 65 años. Una cuarta parte de la población sufrirá de diabetes. Cada hogar con dos padres sanos y dos hijos sanos, tendrán que cargar con cuatro personas incapacitadas o dependientes que necesiten cuidados continuos. Todas las naciones desarrolladas estarán enfrentando la quiebra presupuestaria en su lucha por mantener a los pensionados, jubilados y desempleados.

Sin apenas darse cuenta, silenciosamente, el hombre acumula años de vida y se acerca al final de su ciclo vital. Es la llegada de la vejez como proceso delirante, con sus achaques y molestias, casi invisibles para los que le rodean, pero clave misteriosa para el viejo.

Pero ¿hay una sola vejez? ¿Y no hay muchos que mueren sin envejecer? Se podría decir que en el transcurso de la vida el ser humano pasa por algunas etapas de honda depresión, con incapacidades físicas y mentales que lo hacen sentirse viejo. Y eso varias veces en una larga vida. Son envejecimientos sucesivos de los cuales se sobrepone al cabo del tiempo, pero que a la larga sellan la vejez final. Por otro lado, ¡cuantas muertes innecesarias en la infancia, juventud y edad madura, sin alcanzar el goce sutil del envejecimiento lento!

No todos los órganos envejecen simultáneamente. Ya lo decía Virchow; “No todos los tejidos del cuerpo nacen en el mismo instante ni mueren todos al mismo tiempo se encuentran tejidos juveniles en la extrema vejez y tejidos ya en senescencia en el feto”.

Tampoco la regresión vital en la vejez se produce de manera brusca o repentina, salvo en casos excepcionales en ciertos órganos (infarto). Más bien es un deterioro progresivo, impalpable e indolente hasta alcanzar la senectud. La invasión del tejido conjuntivo en sustitución de las células nobles es una característica de la vejez. Otro fenómeno esencial es el empobrecimiento de agua que sufren los órganos y tejidos. Esta pérdida de agua en el anciano se hace visible en la piel. Junto con la actitud encorvada del cuerpo, es la piel la que produce mayor apariencia de vejez, y lo peor, es que se manifiesta principalmente en las partes visibles del cuerpo: la cara y las manos. A algunos ancianos se les ve más viejos de lo que realmente son. Su cara con la piel plegadiza arrugada, con aumento de sustancias colorantes por depósitos diversos.

Los pelos traicionan al hombre y la mujer. Junto al encanecimiento y calvicie en el hombre, brotan los pelos en el pabellón de la oreja y las orejas se hacen más pobladas; y la mujer ve con pena que su mentón se puebla de pelos y la voz se va haciendo varonil. Todo un panorama sombrío para quien se contempla en el espejo cada mañana.

También hay alteraciones en el aparato locomotor. Disminución de la talla y cifosis, junto a la artrosis, enfermedad casi inseparable de la vejez.

Ramón y Cajal, en su delicioso libro intitulado “El mundo visto a los 80 años”, clasifica la decadencia de la senectud en sensorial, cerebral, psicológica y somática, y señala que el comienzo de la vejez podría fijarse en la edad de setenta o setenta y cinco años. Esto parece más razonable que los 65 años que se vienen señalando en los estudios demográficos.

Cajal se pregunta “¿No será que vivimos demasiado? ¿No será que la vejez es una dávida inoportuna y vejatoria de la civilización? ¿No será que la vejez trata de contrariar las leyes de la naturaleza?

Alguien ha dicho que son viejos “aquellos que tienen diez años más que uno” o, también, que la vejez empieza algunos años más tarde de lo que el mismo cuenta”.

Una de las características más notorias en la vejez es la tendencia a la introspección, la vuelta hacia dentro, la disminución de la relación con el mundo exterior. El anciano huye del ruido de las muchedumbres, de las aglomeraciones, sean políticas o deportivas. El tumulto de la sociedad lo aturde, y aumenta la tendencia al silencio, en lo que Marañón llamaba “la soledad en compañía”.

Sin proponérselo el anciano se va adhiriendo al pasado, a sus esfuerzos y trabajos realizados a lo largo de la vida. Huye de las cosas nuevas.

Hay también una cierta blandura del carácter, que se hace más suave y con frecuencia brota un humor chispeante.

Es evidente en el anciano la aparición progresiva de la fatiga, aunque perdure una ansia incontenible por pasear.

Se les achaca, no sin cierta razón, el exagerado prurito de autoridad. Estima que su experiencia es el supremo don de la naturaleza, sin la cual nada es posible.

El descuido en sus formas de comportamientos, incluso en su vestimenta, ha sido objeto de caricaturas sin cuento. A veces, exteriormente mantiene cierta fachada, pero, en su casa, se abandona.

Según Flourens, hay una relación entre la soldadura de la epífisis de los huesos largos y los años de vida. “El hombre necesita 20 años para crecer y vive cinco veces 20 años, es decir, 100. El Camello crece durante 8 años y vive el quíntuplo de 8, esto es 40 años. El caballo crece durante 5 años y vive el quíntuplo de 5, esto es, 25 años”, Flourens, aclaró, que esta ley solo era aplicable a los mamíferos.

No hay razones para temer la vejez. El miedo a la vejez es un error. “Nada en el mundo nos hace tan viejos como el miedo de serlo”, dijo algún sabio.

Recordemos lo que decía Edgard Quinet: “Esperaba la vejez como una cumbre helada, estrecha y perdida en la niebla, he visto por el contrario, a mi alrededor un vasto horizonte que jamás habían contemplado mis ojos”.

Eleazar Lara ha sintetizado admirablemente los aspectos de la senectud y sus relaciones con la vida activa. Es un tema de gran actualidad. La vida activa del anciano, dice Lara Pantin, abarca no solamente participar en fuertes competencias físicas sino que incluye también la “mente clara”. Entre las afecciones del viejo. Lara destaca las enfermedades del sistema músculo esquelético, que puede darse hasta en un 50% de la población mayor de 65 años.

En el viejo suceden las cosas a distinta velocidad que en el joven.

Carrel propuso estudiar el proceso de cicatrización, mantenido en condiciones rigurosamente estériles. Se encontró que en un niño de 10 años, una herida de veinte centímetros cuadrados cicatrizaban en veinte días, mientras que en un hombre de 20 años la misma herida necesitaba 31 días. En un hombre de 40 años 55 días en uno de 60 empleaba 100 días, es decir 5 veces más tiempo que el niño. Esto significa que el mismo proceso fisiológico no se cumple con la misma rapidez, según las edades. Dice Lecomte du Nouy que es “como si el tiempo transcurriera para un hombre de 50 años, cuatro veces más rápidamente que para un niño de 10 años”. Los viejos y los jóvenes viven en realidad en universos separados, en los cuales el valor del tiempo es distinto.

No es tan grave ser viejo, lo triste es sentirse viejo, estar viejo, Y hay muchos que están viejos sin ser viejos, y otros muchos que siendo viejos no lo están.

Los viejos son cada vez más jóvenes, y más fuertes y más cultos, pero también más exigentes.

Dentro de los problemas que surgen con motivo de la enfermedad y la muerte, lo más temible y no deseable es, junto a la incertidumbre económica, el dolor y la incapacidad que conduce a veces a la desesperación.

El envejecimiento, la enfermedad y la muerte conforman una trilogía inherente a la propia vida. Como dijo alguien que no recuerdo “la existencia es una aventura de la que nadie sale vivo”.

Pero la buena nutrición no tiene solamente como objetivo conservar la salud y vivir muchos años sino lograr un grado razonable de bienestar físico y estéticamente bello.

Nunca hemos entendido bien por qué el comienzo de los estudios de medicina se hace en las salas de disección, es decir, frente a la muerte. Pero no una muerte de cuerpo entero, solemne, global, de un ser que poco antes estaba vivo, sino una muerte a pedazos, en trozos de cadáver de seres desgraciados que nadie reclamó. Se inician los estudios de medicina viendo el detalle morfológico de músculos, tendones y huesos, como un rompecabezas de trozos aislados, irreconocibles, por no conocer el todo a quien pertenecen. Pasarán varios años antes de explicar la vida, su misterioso funcionamiento, sus alteraciones en el desarrollo y la patología más frecuente.

Parecería lógico que el Joven que se inicia en una profesión por la cual ha sentido una vocación de amor, se le hable desde los comienzos de cómo nace la vida, cómo se desarrolla en el seno materno, según los códigos de la herencia materna y paterna, y cómo va a nacer un día con una estructura ya formada, después de nueve meses de gestación, es decir de nutrición materna. Así debería ser la lección del primer día de clase.

En la filosofía alemana de comienzos de siglo, nos cuenta Lain Entralgo, fue tópica la contraposición entre “naturaleza” (el conjunto de las realidades no humanas) y “cultura” (la suma de las actividades y las obras cuyo autor es el hombre). El hombre vendría a ser el hibrido de un “ente natural” y un “ente cultural”.

Como dice Juan García Bacca, “la empresa del hombre actual consiste en hacer posible y real , lo imposible a la naturaleza, y de las aves, hace aviones; de peces, submarinos; de ojos, telescopios; de orejas, teléfonos; de pies, automóviles; de manos, tenedor, cuchillos y cucharas; de cerebro, computadoras, de corazón, marcapasos; de petróleo, gasolina; de corrientes de agua, turbina, de piedras magnéticas, dinamos; de luz solar, luz eléctrica; de fibras vegetales, papel; de manos, el piano, etc”, “De magia a técnica”, 1999.

Pienso que mientras la atracción sexual es eminentemente “naturaleza” y el amor es “cultural”. La hembra, de la que tanto se habla en América Latina, y cuyo término debería desaparecer con referencia al ser humano, es naturaleza, mientras que la mujer es ya cultura. Marañón lo dijo con elegancia sin igual:

“El primer amigo del hombre fue la mujer; la mujer antes de serlo, cuando era sólo hembra, escogida al azar, para satisfacer el hambre del instinto a medida que éste urgía.

Pero una mañana remota y memorable, cuya fecha puede representar más para el progreso humano que todos los descubrimientos de nuestro siglo, ocurrió este maravilloso proceso: al levantarse el hombre, bronco o hirsuto, de su lecho de hierbas, después de haber cumplido con la hembra que estaba a su lado; reposado por el sueño de esa tristeza que todo animal siente después de amar, se sintió transido de una tristeza mayor, que era el tener que abandonarla. Y volviéndose a ella que aún dormía, brilló en sus ojos, desde el fondo de las cuencas redondas, por primera vez en la historia del mundo una luz maravillosa que era el amor, que solo se enciende cuando la alegría del instinto se ha apagado porque se ha satisfecho. Desde ese día la hembra fue ya mujer”.

El Arcipreste de Hita, en el siglo XIV, desde Guadalajara de la Mancha Alta, escribió esto que sigue en la estrofa 71 de su Libro del Buen Amor:

“Como dize Aristóteles, cosa es verdadera el mundo por dos cosas travaja: la primera por aver mantenencia; la otra cosa era por aver juntamiento con fembra placentera”

Los países desarrollados parece que a través de la historia han pensado con prioridad en asegurar la “mantenencia” y gozar del amor como actividad complementaria, aunque no menos esencial. Pero en los países en vías de desarrollo daría la impresión que lo prioritario ha sido “la fembra placentera” aún a costa de hambre.

Sin embargo, tanto en unos como en otros países, la nutrición y el amor están intricadamente asociados.

Basta observar la maravillosa eclosión del amor en el adolescente, cuando surge de pronto –y no antes- el punto de equilibrio exacto y preciso de una proporción de grasa y peso corporal para que florezca la pubertad.

También es nutrición la proporción del esqueleto pelviano en la mujer que acogerá el fruto del amor, y también la distribución de grasa y músculo diferenciados en ambos sexos, que conducen a la atracción sexual.

Pero acaso, nada podrá simbolizar mejor la asociación nutrición y amor que el proceso del embarazo y el milagroso seno materno que acoge al recién nacido y lo protege durante varios meses.

Desde hace mucho tiempo es un problema familiar y social grave la anorexia irreductible del “mal de amores”, que llenaron las páginas de la novelística romántica, y que condujeron a la aparición frecuente de casos de clorosis, tuberculosis, delgadez extrema y otros cuadros similares.

Entre la leyenda y el mito flota la noción del poder afrodisíaco de ciertos alimentos, donde posiblemente juegan papel importante el embrujo táctico del don Juan o de la Carmen de turno. En todo caso –realidad o mitoocupa un lugar en la bibliografía frívola de la alimentación y del amor.

En general, la asociación de la nutrición y el amor tiene un acento positivo, acaso para algunos esperanzador, siempre nostálgico para quien esto escribe, pero no puede soslayarse el aspecto negativo de dicha asociación en ciertos casos.

No se puede ignorar que la desnutrición grave es un síndrome de desamor social, donde el niño queda marginado, desplazado y carente no sólo de calorías y proteínas, sino de amor.

También es obligadamente triste indicar el horrible descalabro catabólico que constituye el SIDA, enfermedad que causa el proceso nutricional más desvastador que jamás el amor heterodoxo pudo sospechar.

Pero tenemos que mirar la nutrición y el amor positivamente, como una asociación donde predomina la belleza y la estética que no es otra cosa que un equilibrio armónico del desarrollo físico y funcional.

En los regímenes dietéticos de adelgazamiento o engorde, acompañados por lo general de caminatas entusiastas, hay siempre –aunque sea inconscientemente– una búsqueda de amor, acaso lejano, o bien un esfuerzo inagotable de mantener un amor a punto de perderse.

Pero siempre el amor está de por medio, con su toque narcisista inevitable, que en cierto modo es una forma de desamor.

El amor nace siempre de un rebose de energía.

Si la noche de San Juan, en algunos lugares, tiene fama de ser la noche propicia al erotismo, ocurre ello, porque es a partir de ese día del año cuando los hombres, desde los tiempos prehistóricos, ven la cosecha asegurada (Jun Rof-Carballo).

La belleza, fundamentalmente femenina, tiene característica que difieren en el tiempo histórico, el lugar y la edad.

En los concursos de belleza contemporáneos, las medidas del busto, cintura y caderas han hecho la pauta para la selección. Las cifras 90,60 y 90 han sido las más aceptadas, hoy y aquí. Pero esto no siempre ha sido así. Según las estatuillas obtenidas en diferentes épocas de la historia, en la Edad de Piedra, la Venus de Villendorf, tenía unas dimensiones difíciles de creer de 240 – 220 – 240. Esto claro, 20.000 años antes de Cristo. Si nos acercamos a nuestro tiempo, 2.000 años antes de Cristo, encontramos “Miss Valle del Indo” que tendría 112 – 85 - 158. En la Edad de Bronce, 1.500 a.C., las medidas de Mis Chipre debieron ser de 107 – 105 – 110, mientras que “Miss Siria” 1.000 a.C., 78 – 65 – 90 (“El hombre al desnudo”. Desmond Morris).

Es evidente que estas cifras tienen un carácter de aproximación y reflejan una gran imaginación. No deben tomarse al pie de la letra. Pero señalan de un modo atrayente como ha evolucionado la conformación del cuerpo femenino a través de la historia.

Si nos atreviéramos a imaginar cómo han evolucionado estas medidas en los últimos 500 años las sorpresas serían mayúsculas. Desde las estampas de Rubens, pasando por Goya, hasta hoy, el ideal femenino ha venido variando. Tampoco será lo mismo la belleza femenina en países de Asia, por lo general de menor talla, y la triple medida con cifras más pequeñas, que en el Occidente. También será distinto para los nórdico-europeos y mediterráneos; o para la población del altiplano andino, o los caribes. Sin embargo, paradójicamente, hay un concurso mundial de Mis Universo. Parece una contradicción.

Por lo general, las parejas se asemejan por su tamaño, y mantienen diferencias de talla de acuerdo al sexo. Son raros los casos de grandes diferencias de talla entre el hombre y la mujer.

No obstante, en esta época de grandes facilidades de viajar y de turismo, es más frecuente observar casos un tanto extraños. Recuerdo haber visto en Tailandia parejas formadas por un americano de 1,90 m, con una chica Tailandesa de no más de 1,40. Se me ocurría pensar como serían los hijos, como sería el parto. El mecanismo de adaptación, en estos casos, es sorprendente. Tanner reseña el caso del cruce de un caballo semental grande con una yegua “pony” Shetland y, al contrario, un pequeño caballo “pony” con una yegua grande. La pareja en que la madre era pequeña procesó un potranco pequeño, mientras que la madre grande parió un potro grande. Pero al cabo de unos meses ambos potrancos habrían alcanzado el mismo tamaño y terminaron con un tamaño intermedio al de los progenitores.

La vieja biología china establecía la diferencia entre los crustáceos y los vertebrados; los primeros tienen los huesos fuera y la carne dentro en tanto en los segundos es al contrario. Toda la fuerza de los primeros está a la vista, la de los segundos no asoma. Y esa diferencia esencial los lleva a conducirse de manera bien diferente. La atracción sexual en unos es ósea; en los otros son los músculos y la grasa.

La pobreza está asociada con frecuencia (siempre hay excepciones) a la fealdad. A principios de siglo, en cualquier ciudad europea uno podía ver una multitud de niños deformes, cojos, tuertos, jorobados, cabezones, bizcos, cambetos, ciegos, mancos, etc.; era todo un museo de horrores físicos. Hoy todo ha cambiado.

Ya Chávez, de México, nos ha recordado que los adultos desnutridos son no solamente de más baja estatura, sino también que sus piernas son cortas y su tronco desproporcionadamente largo, todo un poco distorsionado.

En los casos de desnutrición no sólo hay una distorsión del crecimiento, sino que hay cambios sustanciales en la composición corporal. Martha Kaufer de México, ha sintetizado de manera admirable dichos cambios (“Nutrición”, 1986). “El consumo inadecuado de energía produce una serie de cambios en el metabolismo energético. Hay un aumento en el contenido de agua, una disminución de las reservas de grasas y un desgaste muscular. Mientras el niño normal tiene un 62% de agua, el desnutrido tiene 80%; mientras el primero tiene 15% de grasa, el segundo tiene apenas 2%”-

Nada más espectacular que observar los cambios físicos y psíquicos de un niño desnutrido en su fase de recuperación.

Pero los cambios en la composición corporal son también notable en el adulto desnutrido, que puede alcanzar hasta una pérdida de más de 70% de la grasa corporal (Martha Kaufer). Por eso los malnutridos, en un sentido u otro, son feos.

También en el rostro deja marcas la desnutrición. La cara ancha (cara de luna), por mayor distanciamiento de los arcos cigomáticos, asimetría facial, con tendencia a la hipertrofia de las glándulas parótidas (sobre todo después de la recuperación nutricional) hacen del desnutrido un ser “feo”.

Ciertos grupos humanos presentan en su conjunto una fealdad evidente según los patrones culturales nuestros, pero es posible que en su propia cultura se consideren bellos.

Todavía recordamos nuestro asombro, hace muchos años, de visita a un departamento colombiano, en una zona endémica de bocio endémico, con que curiosidad nos contemplaban a los visitantes por tener un “cuello de violín”, es decir sin bocio. Las muchachas del pueblo nos dijeron que eramos feísimos, y sin duda tenían razón.

Aparte de las alteraciones descritas no debemos olvidar la deformaciones del raquitismo y osteomalacia, las alteraciones de la piel (hiperqueratosis, foliculosis) por carencia de vitamina; las seborreas en las aletas de la nariz, atribuidas a la deficiencia de riboflavina, etc. Es más que evidente que una nutrición adecuada favorece una piel hermosa, unos ojos brillantes y unas proporciones armónicas.

La pintura flamenca (Hugo Van der Goes) del siglo XV ofrece un típico ejemplo de asociación del amor de los caballeros, tenían signos residuales evidentes de un raquitismo infantil, como párpados caídos (blefaroptosis), abdomen abombado en contraste con su delgadez (“vientre de batracio”) y piernas ligeramente cóncavas (“tibias en sable”) (Vallejo Najara J,A,).

Muchos Niños Jesús pintados en esa época, tuvieron como modelo niños raquíticos de las aldeas europeas, como en los andes venezolanos un Niño Jesús tiene bocio.

En su interesante y divertido trabajo, sobre “La Etiología de ciertas modas” (“Cultura Universitaria”, UCV, 1957), Marcel Grannier Doyeux dice que los “trajes de cola” no nacieron como una simple casualidad, sino que su origen se remonta al siglo XIII. La moda fue lanzada por las hijas del rey Luis IX de Francia, a fin de disimular unas “bases de sustentación” exageradamente grandes, que los médicos llaman “megalopodia”.

Muchas modas nacieron por causas relacionadas con la patología nutricional, como fueron los enormes cuellos, enjambre de delgados tubos, que cubrían el bocio antiestético. También las grandes corbatas, como las que usó Sint-Just, de quien Victor Hugo decía que “residía dentro de una corbata”, se debieron a la escrofulosis que padeció el pensador (Granier).

Pero tal vez sea el vestido de maternidad el que ha condicionado más la moda; unas veces para disimular la condición fisiológica, otras, para hacer imposible el saber quién está y quién no está embarazada. Así son las “robes barrantes”, desprovistas de cintura.

En los pueblos primitivos, las civilizaciones griegas, romana e incluso, en parte de la Edad Media, las gentes no sintieron jamás la sensación de disgusto ante su cuerpo ni ante el cuerpo de los otros hombres (Néstor Luján). Hasta el siglo XVI las gentes podían bañarse desnudos en comunidad, sin sentir vergüenza de su desnudez. Según Luján solamente a partir del siglo XVII el hombre establece una distancia entre él y su propio cuerpo. Entonces se establece la distancia y la vestimenta exagerada cubre los cuerpos de hombres y mujeres.

El baño estaba reservado para tratar ciertas enfermedades, pero se consideraba que sin estar enfermo bañarse era la base de posibles liviandades En Sevilla en el siglo XVII se decía; “La que del baño viene bien sabe lo que quiere”

Nadie podía conocer (tal vez adivinar, si) las formas de una mujer, tales eran las faldas, basquillas, enaguas, verdugados y guardainfantes que portaban. Tampoco era fácil saber cómo era un hombre con sus calzas abullonadas, las gorgueras, las pelucas, las capas y los polvos y pinturas que cubrían los rostros. Fue la época más libertina y licenciosa con apariencia de pudor. Para el Concilio de Trento y el Puritatismo de los protestantes, el cuerpo desnudo era pecaminoso. El baño una tentación, la ropa, los tintes, los mejunjes coloretes, cubren la mugre y la suciedad. Y bajo las grandes enaguas, guardainfantes y miriñaques, se esconde el cuerpo, unas veces macilento y otras con anómalas obesidades, pero también, gracias a Dios, cuerpos perfectos que sólo serán conocidos el día de la boda o acaso antes, una noche imprevista al terminar la lúbrica zarabanda. ¡Qué de sorpresas en la noche de bodas y qué de sustos en las aventuras garantes!

La historiadora Ermida Troconiz de Veracorchea, ha escrito bellas estampas de la vestimenta y vida social de las venezolanas en siglos pasados: He aquí algunos apuntes:

“Las mujeres que llegan a Venezuela en el XVII son las esposas de los altos burócrata de la sociedad colonial: Las mujeres de Gobernadores y Capitanes Generales, o de los Oidores de la Audiencia, que vienen a instalarse en cómodas casas coloniales, con patios interiores olorosas a rosas y jazmines y rodeadas de una pléyade de esclavas y sirvientas que van a hacerle la vida más fácil, al encargarse de las tareas del hogar”.

La situación sanitaria de la época colonial era bastante precaria y con frecuencia se diezmaba parte de la población por las epidemias. En 1794 hubo en Caracas una gran epidemia de fiebre amarilla. En una carta del Comandante Militar dirigida al Regente de la Real Audiencia el 21 de agosto, le dice:

”La epidemia general que se padece y experimenta el sexo masculino, pues el femenino apenas muere alguno, me ha obligado a tomar cuantas providencias ha parecido adecuadas a conocer el estrago”.

Al final de la carta hay una nota que expresa lo siguiente: “En la epidemia de fiebre amarilla de 1794 se observó que no atacaba a las mujeres”.

La mayor exposición del hombre en contacto con las partes selváticas quizá lo hacía más propenso a contraer la fiebre amarilla, a través del mosquito transmisor del virus.

Meses antes de la Semana Santa o Semana Mayor, las costureras comprometían su tiempo para realizar el atuendo que lucirían las señoras de la alta sociedad en tales fiestas.

La seda, el terciopelo y las blondas importadas eran escogidas con especial interés por las damas elegantes, no sólo para hacer confeccionar sus trajes, sino también para vestir las imágenes sagradas que saldrían en procesión.

El traje femenino evolucionó muy lentamente en la primera mitad del siglo XVIII: el jubón o cotilla fue sustituido por la casaca y se empezaron a utilizar “apretadores” y “petos”. La saya tenía muchos pliegues que llegaban hasta el suelo.

“Los vestidos negros, de luto o de ir a misa, se hacían de raso, tafetán doble, de lana o lanilla. Los otros, de gala, podían ser de brocado de oro, color ámbar; de tafetán doble morado; de piqué musgo; de griseta parda; de persiana verde o enarnada; de tornasol o de gorguearán canelado”.

También se usaba un delantal o tapapié atado a la cintura. El adorno para la cabeza era un tocado llamado “montera”, de seda o palo. Igualmente se ponían plumas o joyas en el cabello.

Termino:

La vida, el amor en fin, es lo unión de la naturaleza y la cultura. El hombre y la mujer, tienen su cuerpo tal como le creó la naturaleza, el cual se complementa con el vestido, que es ya cultura.

Como dice Juan García Bacca “la empresa del hombre actual consiste en hacer posible y real, lo imposible a la naturaleza, y de las aves, hace aviones; de peces, submarinos; de ojos, telescopios; de orejas, teléfonos; de pies, automóviles; de manos, tenedor, cuchillos y cucharas; de cerebro, computadoras; de corazón, marcapasos; de petróleo, gasolina; de corrientes de agua, turbinas; de piedras magnéticas, dinamos; de luz solar, luz eléctrica; de fibras vegetales, papel; de manos, el piano, etc”. (De magia a técnica”. 1989).

Cada persona es distinta a nuestros precedentes, es irrepetible y es única, incluso los gemelos homozigóticos. Pensar que los millones de habitantes de la tierra y los miles de millones que nos han precedido y los que vendrán, seamos todos distintos e irrepetibles es uno de los misterios de la genética.

Nos distinguimos unos de otros por algún detalle de imperfección, que nos marca como una seña de identidad. Se ha dicho, con razón, que “el hombre se parece más a sus contemporáneos que a sus progenitores” (Everson, R.W.). También un proverbio árabe dice que “el hombre se parece a su tiempo y no al de sus padres”. Esto revela la importancia del ambiente cultural en la conformación de nuestro modo de ser.

Ser un ser humano es sentirse único, pero al mismo tiempo sentirse –sin serlo- igual a los demás seres humanos.